martes, 8 de marzo de 2016

De Nacimiento

Nací de sexo masculino. No tuve injerencia en ese hecho. Ya en la infancia, sin embargo, las diferencias claras entre el trato que se da a niños y niñas me quedó claro: las niñas deben jugar a la casa, a las muñecas, los niños debíamos jugar al fútbol, a "los bandidos". Ahora bien, como seguramente sucede en muchos casos, mi vida tiene sus particularidades que me permitieron ver que lo que se establece por norma en la sociedad no es precisamente cierto para todos. Viviendo junto a mis abuelos, pude verlos trabajar a la par en sus profesiones, y mi abuela, siendo costurera, me enseñó a tejer y a usar la máquina de coser, a cambiar botones, a bordar. A mi me atraían esas habilidades, tradicionalmente femeninas, porque permitían crear. También observé cómo mi madre llevó en su vientre a mis hermanos, como ella transformaba ingredientes en el almuerzo de cada día, cómo devolvía a la ropa sucia la pulcritud, como su presencia hacía más llevadero el dolor de una herida.
Así, desde chico, asocié la figura femenina con la capacidad innata de crear. Esa imagen, acaso idealizada, de la mujer me acompañó también durante los años de Escuela y Liceo, reforzada ahora por el hecho de que me resultaba más llevadera la compañía de mis compañeras de clase que de mis compañeros.
Entre varones siempre sentí una inexplicable presión, una cierta competencia, una necesidad de "ser más que" y eso me resultaba agotador, hasta insoportable. Siendo yo flaco y menudo, con poca o ninguna habilidad atlética y sin gusto por el fútbol o la vulgaridad sin sentido, me sentía fuera de lugar entre los varones. Tampoco podía, como hombre, demostrar abiertamente mis emociones, porque "el hombre no llora". No había, entre mis compañeros de clase, muchos comentarios constructivos acerca de las mujeres, nadie elogiaba el intelecto, la sensibilidad o la creatividad, más bien se tenía que elogiar lo físico, porque eso, aparentemente, es todo lo que le importa al hombre. No así entre mis compañeras, ya que siempre encontré amistad, empatía y ecuanimidad con las mujeres. Entre esas amigas de mi juventud encontré mis primeros amores,  pero comencé, también, a observar que mi condición de varón me daba ventajas sobre ellas. Si, ellas también estaban sometidas a presiones semejantes a las mías.
Las mujeres, pude ver, estaban casi forzadas a ciertas carreras mientras que la autoridad tendía al varón. Me llamaba la atención la abundancia de profesoras y la escasez de profesores. Muchas enfermeras y muchos médicos, no así enfermeros o médicas. Se oía hablar de secretarias, pero no de mujeres gerentes, directoras (a  no ser en escuelas o liceos), ministras, senadoras.Y sin embargo era de ellas que me llegaban muchas las más grandes influencias de mi vida: mi abuela, mi madre, maestras y profesoras, compañeras de clase y de trabajo. Todas ellas más capaces que yo, más talentosas, pero como yo soy varón, tuve y tengo mayores oportunidades en el ámbito social, académico y laboral.
Sin embargo sigo admirándolas, esforzándome por hacer eco de su ejemplo, intentando con mis habilidades y talentos que otras mujeres elijan los caminos que la sociedad les niega, usando sus caminos y su vida como aliciente para ellas, y como recordatorio para mi y para mis alumnos de esas desigualdades injustas. Sigo envidiando ese don natural, esa capacidad innata de crear que llevan consigo y que comparten con todos.
Sé muy bien que esta descripción es muy idealizada. De la misma manera que conozco muchos hombre que me hacen avergonzarme de mi género, hay mujeres que son igualmente censurables. Pero eso no evita que siga admirando a las mujeres en su belleza, su inteligencia, su dedicación y su larga y dura lucha por la igualdad. A ellas mi saludo y mi respeto.