jueves, 18 de mayo de 2017

Ese Cansancio

Llegué a casa. Tenía un par de horas de puente y me podía dar ese lujo, y con el día que había tenido hasta ese momento en parte sentí que me lo merecía. Un café reanimante, un apagar la cabeza un rato, una breve recarga de baterías (metafórica para mí, real para mis dispositivos) para darle el último tirón al día. Volví a mirar el reloj, faltaban treinta minutos. Vivo en Melo, una ciudad chica, así que hice la cuenta con una agilidad mental sorprendente para mi estado de semi sopor del momento: diez minutos para juntar mis cosas, diez y algo para llegar a la UTU... y diez para mi. La tentación fue muy grande, en menos de un minuto yo yacía inconsciente en el sillón de la sala, confiado en el llamado de un temporizador para despertarme. ¿Qué podría salir mal...?

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Me desperté algo confundido, seguramente apagué la alarma del temporizador, porque estaba desactivada, pero no me acordaba de haberlo hecho. ¡¡La hora!! Eran casi veinte minutos pasados de la hora a la que se suponía que empezaba mi clase. Me comuniqué con algunos alumnos y les avisé que no iba a llegar, pero no aclaré demasiado el porqué, simplemente mencioné "complicaciones de último momento al salir". Me consolé con la idea de que al menos tuve la decencia de avisarles. Una excusa floja, si se quiere, pero muchos colegas no hacen ni siquiera eso.

¿Qué me pasó esta tarde? ¿Cómo es que tengo este estado de cansancio si apenas terminamos mayo? Es cierto que estoy con muchas más actividades que el año pasado, pero no es razón suficiente. También es cierto que venía desde temprano sin parar, con actividades que agotan mentalmente: pensar, planificar, organizar, reflexionar, pero nuevamente, me parece que no me cierran las cuentas del estrés y el cansancio.
Entonces recordé ese momento de la tarde: el golpetear sobre la puerta de mi salón, el rostro de preocupación de mi colega, la cara de agobio de la madre de un alumno, la reunión rápida, pero desoladora, sobre una situación muy triste, compleja y desagradable. Y la nada nueva novedad de que una de los agravantes es la falta de sensibilidad de un colega en su trato con los alumnos; peor aún, con mis alumnos. Ahí estaba la "madre del borrego", como suele decirse. Ahora sí entendía de donde me vino ese cansancio repentino. No era cansancio de actividad, sino de tristeza.

Mucho se ha hablado, y se hablará, sobre la naturaleza de la profesión docente. Y creo recordar que, en alguno de tantos textos que leí sobre el tema en Formación Docente, cada tanto surgía la cuestión sobre la empatía, sobre su pertinencia o no, sobre su necesidad o no, sobre todo en un profesorado de naturaleza técnica como es Informática. ¿Debe importarnos un comino lo que sienta el alumno? ¿no es acaso parte del proceso de maduración el enfrentar las frustraciones y los fracasos? después de todo, no nos pagan por ser comprensivos, sino por demostrar pericia, claridad y efectividad en nuestra labor docente. Así al menos creía (y cree) un profesor adscriptor (encargado de ofrecer guía mediante experiencia práctica en un aula) durante mi formación. Y por lo que he visto, es una convicción que comparten muchos colegas, y no pierden el sueño.
Pero en lo que a mi respecta, igual que con mi cansancio, esa cuenta no me cierra. Y no me cierra porque es comprobable que uno de los factores que más contribuyen a la violencia presente en nuestra sociedad es, justamente, la falta de empatía. Y sé por experiencia propia, que un poco de empatía puede cambiar una vida.

La palabra empatía surge de una raíz griega que significa "en sufrimiento", y tiene que ver con la capacidad de sentir, o intentar sentir, lo que el otro siente. Ahora bien, ¿cómo hace uno para identificarse con los sentimientos de cuarenta adolescentes sin terminar como carne de psiquiatra? Yo creo que es esa duda la que cauteriza la empatía de muchos de mis colegas. Eso y una buena dosis de CCC, Cinismo Ciudadano Contemporáneo: "A nadie le importa como yo me siento, ¿porqué me voy a molestar en entender a cuarenta pendejos cuyos nombres ni siquiera recuerdo?". La respuesta, es sorprendentemente fría y analítica dado el tema, porque sin empatía la práctica docente no solo es casi completamente inefectiva, es, a todo efecto práctico, imposible.
La práctica docente de hoy en día debe atender a dos grandes propósitos: la formación ciudadana, en primer lugar, y la formación académica y profesional, en segundo. Es fácilmente razonable que si quienes participamos en la formación de la ciudadanía del futuro no demostramos empatía con nuestros alumnos en el momento en que, a fuerza de obligación o de respeto, nos ven como modelos de su accionar, no deberíamos sorprendernos demasiado cuando en el día de mañana esas mismas personas nos traten como despojos y molestias en nuestra vejez. O sea, demostremos empatía a nuestros alumnos, ni aunque sea para que en nuestros momentos de vulnerabilidad en el futuro tengamos a alguien que al vernos chochear por la calle, nos ofrezca un mate o nos ayude a cruzar con seguridad hasta la otra acera. Con esto quiero decir que estamos moldeando la sociedad de los próximos años con nuestras acciones en el aula, y que tendremos parte de responsabilidad en todo logro de dicha sociedad, pero también en toda tragedia, porque ayudamos a forjar las personalidades que harán que esos logros y tragedias sucedan.
Ahora bien, en ese mismo sentido no es tan fácil razonar el porque la formación profesional, con la rigurosidad y el afán técnico que implica, y con la creciente competitividad del mundo laboral, debería considerarse con empatía al igual que la formación ciudadana. A no ser que incluyamos en la ecuación a la ética. Y es un ingrediente muy importante, porque (si bien comprendo que constituye una afirmación exageradamente reduccionista) un porcentaje importante de los actos anti-éticos y deshonestos que son llevados a cabo por profesionales se deben pura y exclusivamente al egoísmo, al punto que estoy convencido que podríamos establecer una relación inversamente proporcional: cuanto más egoísmo, menos ética. Y existen pocas cosas tan efectivas para mitigar el egoísmo en una persona que la empatía, porque si nos paramos a sentir el perjuicio que le ocasionaríamos al otro con nuestras acciones, eso es más que suficiente para detenernos y cambiar de parecer. Por este motivo yo considero que la empatía es un ingrediente fundamental si queremos transmitir una conducta ética a nuestros alumnos.
Así que si no demostramos una mínima empatía en el aula estamos fallando miserablemente en estos dos aspectos fundamentales de la educación. Y todo esto sin considerar el simple hecho de que un docente que no demuestra empatía, a quien no le importa el efecto que ocasiona sus accionar en sus alumnos, tiende a obtener una respuesta muy pobre de sus alumnos hacia sus clases, por lo que, de hecho, es un docente muy poco efectivo.
Pero como todo en este mundo, la empatía tiene una contraindicación, un talón de Aquiles, una contra. El ejercicio de la empatía es una tarea agotadora y desgastante, mental y emocionalmente, lo cual, de forma irónica, me permite comprender hasta cierto punto a quienes prefieren dejarla de lado.
Y esta tarde, en esa rápida reunión, una falta brutal de empatía de parte de un colega me drenó todas mis fuerzas, de forma que al llegar a mi casa y recostarme en un sillón, me quedé dormido.



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